Hoy se cumplen 85 años del fallecimiento de Sor Ángela de la Cruz.
Hoy miles de personas venidas de todas partes pasarán por el convento que se encuentra en la calle que lleva su nombre. Sor Ángela de la Cruz fue canonizada el 4 de mayo de 2003.
Muere sor Ángela de la Cruz
Ya no puede más. Le estalla el corazón, la cabeza, todo. Quiso levantarse de la mesa tras el desayuno y se desplomó. Embolia cerebral, diagnóstico del médico.
Y las Hermanas lloran en silencio presagiando un desenlace fatal.
Pero no llega. Las Hermanas que, presurosas, acuden de todas las Casas para recoger siquiera el último aliento, tienen el consuelo de hablar con la enferma. Esta sufre mucho, está paralítica del lado derecho. El 28 de julio de 1931 habló por última vez.
–He pedido al Señor que me deje un año de preparación para la muerte– dijo muy quedamente.
Y pronunció las últimas, las postreras palabras que sus Hijas recogieron como envueltas en un pañuelo limpio para que no se perdieran:
–No ser, no querer ser, pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera.
Y con voz más queda repetía de nuevo:
–No ser, no querer ser.
Después, nueve meses de silencio y sufrimiento.
Sor Ángela cosida a la Cruz.
Así hasta la madrugada del 2 de marzo de 1932.
A las tres menos veinte murió. Miércoles, día consagrado al bendito patriarca San José.
Su rostro se inundó de un dulce semblante y ella, inmovilizada durante meses en la dura tarima, tuvo fuerzas para levantar el cuerpo, alzar los brazos, sonreír profundamente, exhalar tres suspiros y comenzar el dulce sueño de la muerte.

Aquel miércoles, Sevilla se despertó con la noticia. «Ha muerto una santa», corrió la voz. Y una multitud ingente se dio cita en el convento desde las primeras horas. El cuerpo de Sor Ángela, bajado en procesión muy de mañana por sus Hijas, había sido colocado en la capilla sobre la tarima en que murió. Tocó la campana a la oración matutina y llegaron las novicias que, al ver el cadáver, comenzaron a llorar. No hubo lectura de meditación. No hacía falta. Aquella mañana, el cuerpo inerme de Sor Ángela, página abierta para novicias y profesas, era la única meditación.
Después... Después vino el pueblo de Sevilla, en cola interminable hasta las diez de la noche. Y al día siguiente. Y al otro. Hasta el sábado. Unas sesenta o setenta mil personas desfilaron ante el cadáver de Sor Ángela de la Cruz. Y ramos de flores. Y sollozos. Y un sinfín de rosarios y objetos piadosos pasados por su hábito.
Había una preocupación: ¿Podría ser enterrada en la capilla del convento? El Instituto poseía una real orden de 1912 que le concedía tal privilegio, pero una reciente ley de las Cortes republicanas había derogado este tipo de enterramientos. El alcalde de Sevilla, atendiendo «a las circunstancias excepcionales que concurren, dada la obra eminentemente humanitaria y caritativa que desarrolló en vida dicha religiosa y que según referencia de todas las clases sociales fue profundamente respetada y querida por los pobres de Sevilla» (no se equivocó en este diagnóstico el alcalde), movilizó sus buenos oficios ante el ministro de la Gobernación que dio resultado positivo.
Un telegrama del nuncio al cardenal de Sevilla rezaba así:
–Hechas enseguida gestiones oportunas, complázcome en comunicarle que Ministerio Gobernación ha dado órdenes para que Madre Fundadora Congregación Hermanas de la Cruz sea enterrada en la cripta de la Casa Generalicia de Sevilla. Ruego a Vuestra Eminencia reciba mi más sentido pésame por pérdida virtuosísima Fundadora. Sírvase presentarlo a todo el Instituto con la seguridad de mis plegarias. Saludos afectuosos. Nuncio Apostólico.
El Ayuntamiento republicano de Sevilla hizo más: rotuló la calle Alcázares, donde se halla la Casa Madre, con el nombre de Sor Ángela de la Cruz.
Caso único en la historia de Sevilla.
Pero así es de verdadera, y sorprendente, esta historia de Madre.
El sábado, entierro.
Los médicos habían ido vigilando el estado del cadáver día a día. En caso de corrupción, la hubieran embalsamado inmediatamente. No hizo falta. Y las Hermanas se alegraron no poco. Sor Ángela aparecía sencillamente como una flor dormida, tras varios días de su muerte.
Presidió el cardenal Ilundáin. Y allí se encontraba toda la clerecía, una representación del Ayuntamiento republicano, las élites de la ciudad, y el pueblo soberano, que llenaba los claustros y patios del convento hasta salir desbordados a la misma calle, ya de Sor Ángela de la Cruz.
Sobre el féretro de Sor Ángela, un solo ramo de claveles, los mejores claveles de Sevilla. Los trajo un obrero poco antes de que se iniciara el cortejo fúnebre.
–¡Por favor! –imploraba abriéndose paso ante todas las personalidades que rodeaban el túmulo.
–¡Por favor, que lo pongan en la caja de la Madre! No le habrán traído mejores claveles, porque mejores no los hay en Sevilla. Por haberlos comprado, me quedaré hoy sin comer; pero... ¡han sido muchos los días que ella me ha dado de comer a mí!
Y los claveles de aquel obrero anónimo irradiaron de fragancia el ambiente.
Fue el mejor tributo póstumo, la distinción más querida que podía recibir Sor Ángela de la Cruz: un ramo de flores, fruto del jornal de un obrero.
Carlos Ros.