A estas horas, en estos minutos, a punto de entrar con las doce de la noche el 1 de septiembre, millones de españoles han vuelto hoy de sus vacaciones. El que más y el que menos está aún deshaciendo las últimas maletas y colocando en su sitio o directamente en el bombo de la lavadora las toallas, los bañadores, las ropas de un verano en crisis. España regresa pelada y mondada en los bolsillos de unas prendas que como no se encuentren con el Ariel, lo llevan claro o blanco. Los más afortunados acaban de cobrar la última nómina, que en pocos días va a hacer desaparecer repentinamente -como cuando la embrujada movía la nariz- eso que se llama la vuelta al cole: uniformes, zapatos, chándals, botines, libros de texto Un panorama, vamos. Se levanta la vista como se puede y el país se saltaría dos meses de golpe mirando el horizonte de noviembre. No sé si, como muchos dicen, las han puesto demasiado tarde, pero allí están, al final, las Elecciones.
La situación económica es tan crítica e insostenible que más que a un nuevo gobierno, más que a otro partido en el poder -porque supongo que se espera a otro partido-, más que a otro presidente, se diría que esperamos un Mesías en noviembre.
Esto ya no es relevarse en La Moncloa, soltar el testigo y entregárselo democráticamente a otro por la voluntad popular manifestada en las urnas. Ya no se trata de los cauces normales de una sucesión, por más que el sucesor en el poder llegue con sus novedades, sus giros correctores de muchos grados o la aplicación de sus genuinas promesas electorales. Ahora se trata de la llegada de un Mesías, de alguien escogido -más que elegido- el 20 de noviembre para que haga el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.
Por ponerme exagerado, que para eso soy de Sevilla, pero también para dar cuenta plástica, contante y sonante de cómo está la cosa, si las elecciones llegan a retrasarse aún más, si el Gobierno actual no hubiera usado en su nula trayectoria intelectual ese mínimo de cordura que ha sido la decisión de adelantarlas, aquí no es que no quede ya ni la posibilidad de un milagro: es que no quedan ni cestos para hacerlo. En plan fino vengo a decir lo que en plan escatológico escuché en la calle:
-Nos vamos a hartar de mierda.
A lo que otro contestó:
-Vamos a ver si hay mierda para todos.
Quien llegue, quien pretende llegar, quien pretende gobernar, me supongo que no se estará teniendo por un político al uso, un político de circunstancias normales, por más que a un político le demande su cometido innovador la sociedad. Si como indican las encuestas y, sobre todo, las desesperaciones constantes de los españoles para subsistir, el esperado es Rajoy según las Escrituras de los sondeos, ya puede prepararse. Es más: sería conveniente que ya esté preparado. Por lo menos ha dicho que las cosas no van a ser fáciles. Esa afirmación no es, desde luego, descubrir la pólvora. Pero se agradece de antemano después de haber soportado a una clase de regidores que no tocaban ni la tecla de lo más elemental. Después de labrarse una dura formación tallándose a mano en la carpintería de la oposición, le espera una agitada y controvertida vida pública que más vale que haga en plena calle y por las plazas. Que no caiga en la tentación, que dura más de cuarenta días y cuarenta noches, de trincar una poltrona, irse a las alturas del Tabor y abstraerse de la pura y cruda realidad del suelo de la gente. Si no va a servir para sentir en el manto del poder quién se lo está tocando entre miles de angustias y necesidades, que lo deje. Porque han abandonado a los españoles entre plañideras que ven cómo nos embalsaman estando vivos, sin haber llegado aún a los cementerios, sino continuando en nuestros pisos, de los que hay que pagar el agua, la luz, la contribución, el gas, la limpieza de las zonas comunes, la rehabilitación de las fachadas o la puesta al día de las infraestructuras. Aún no estamos en nichos, sino vivitos y coleando, y por eso necesitamos ir al mercado; y comprarnos ropa mínima, legal y necesaria; y nos recortan y congelan los salarios; y nos hacen víctimas de pagar impuestos en un afán recaudatorio sin límites; y de vez en cuando, ¿por qué no?, tomarnos una cerveza con los amigos en un bar. ¿O también esperaban que, como en un lugar de cuyo nombre sí quiero acordarme -Cuba-, acabáramos poniendo la esperanza en que un turista nos regale un bote de colonia?
Si la noche del 20 de noviembre, ya con datos en la mano que me declarasen el vencedor de las Elecciones, yo fuera Rajoy, me asomaría al balcón de la calle Génova sólo con el ánimo de celebrar el comienzo del tiempo de una buena nueva; nunca con el signo entre los dedos de una supuesta victoria que el estado en el que se encuentra el país convertiría en pírrica.
A Rajoy le van a pedir que los cojos anden y los ciegos vean. A Rajoy los leprosos le van a rogar su curación total y los endemoniados que expulse a sus males. A Rajoy le van a llorar hasta la hermanas de Lázaro para que a quien fue su amigo le devuelva la vida. Y todo eso, al menos con la ventaja de que no tiene que hacer campaña electoral. Estoy de acuerdo con José María Carrascal cuando la otra noche dijo en televisión que a Rajoy la campaña electoral ya se la ha hecho el PSOE. Y ahora se me ocurre decirle a Rubalcaba, aunque esté en su legítimo derecho a recorrer con su cochecito de apariencia los desolados caminos de España, aquello que nuestro esbelto Rey le espetó al tarugo de Chávez: ¿Por qué no te callas?.
Pero hasta ahorrándose una campaña electoral, a Rajoy le queda escoger apóstoles capaces de escribir día a día unos buenos evangelios, andarse en sandalias Galilea entera, desde el Lago de Tiberiades a Cafarnaúm pensando en tragarse el cáliz de Jerusalén. Esperemos -no nos queda otra cosa- que confiando en este salvador que debiera ser un político, y en un político que debiera ser un salvador, acabemos la historia igual de bien que en versión original: en resurrección, la resurrección de España.
(*)José María Fuertes es cantautor y abogado