
Es que para ver a Morante te tienes que hacer de su cuadrilla. Esta es una de las frases que más he oído en mi relativamente corta vida como aficionada taurina y morantista.
La primera vez fue en Valencia. Yo había ido a los toros a acompañar a mi abuelo y no sabía quién era Morante y a penas si me sonaban nombres como El Juli o Enrique Ponce de las tardes en las que yo hacía los deberes mientras mi abuelo y sus amigos intercalaban toros con política. Pero aquel día me dejé sobornar y pese a que yo no sabía nada de toros, fui a la plaza. Durante el viaje en tren, desde mi pueblo hasta la capital, yo no dejaba de oír críticas al de La Puebla: qué si no va a hacer nada, qué si el artista esto y aquello, pero nadie quería perderse la tarde. Hasta que a las cinco en punto empezó el paseíllo. Morante vestía un terno champán y azabache, con el que tiempo después enfilaría el camino hacia la puerta de chiqueros para entregar su vida a Sevilla.
La tarde iba a ser de triunfo. Se palpaba en el ambiente y lo sentía yo. Esa fue la primera tarde en la que noté ese cosquilleo en el estómago que surge cuando mece al toro en su capote. Yo no sabía lo que era una verónica; pero la sentí. Yo no sabía lo que era la torería; pero intuí que el término hablaba de él. Y cuando salí de la plaza supe que esa había sido la primera de muchas. Primero fue Valencia, después Alicante y ya palabras mayores como Madrid o Sevilla. Y puedo decir que nunca me ha decepcionado. Viajes de ida y vuelta en 24 horas, madrugadas de carretera, autobús, coche o tren. Todo merece la pena cuando embiste el toro y surge la magia del toreo. Y cuando el toro descompone`. Porque Morante siempre tiene algo. Un detalle con el capote, despacito, gustándose.
Para él. Aunque la plaza esté hecha una furia. Porque Morante torea para sí mismo, a nosotros nos deja mirar. Y una vez empiezas ya no puedes parar. Para bien o para mal. O te gusta o lo aborreces. Pero no deja indiferente a nadie. Está lejos de la mediocridad de tantos otros que pasan como sombras por las plazas sin dejar ningún recuerdo. Por eso seguirle surge como algo natural, espontáneo, es casi un instinto. Porque te hace sentir y al final los sentimientos son los que mueven el mundo. Porque Morante es sentimiento, y para sentir no hace falta saber de toros. Porque no tienes que ser de su cuadrilla para verle, sino que quieres ser de su cuadrilla para renacer al abrigo de su muleta, cada tarde, a eso de las cinco.

