A pesar de ser un vehículo de lucimiento para Tom Cruise y de sus irregularidades, siempre he sostenido que Jerry Maguire, la película que dirigió Cameron Crowe hace una década, es una de las mejores películas románticas de los últimos tiempos por abordar una historia de amor que se desarrolla en un contexto de capitalismo feroz, de éxito obligado, donde el fracaso personal, pero sobre todo profesional, se castiga con la exclusión. El primer conflicto del film llega cuando al personaje de Jerry Maguire, que trabaja en una empresa de representantes de deportistas, se le ocurre en una noche insomne de lucidez e idealismo escribir un código deontológico donde apela a que una serie de principios de lealtad y atención regulen a partir de entonces la relación con los clientes. Tras entregar copias de la propuesta a sus compañeros y a sus superiores, Jerry no cesa de recibir palmaditas en la espalda por la valentía de la iniciativa, aunque los rumores que circulan por la oficina ya lo dan por muerto. Efectivamente; una mañana, al llegar a su despacho, sus jefes le notifican el despido, y en un arrebato de orgullo y rabia Jerry, con su caja de enseres personales a cuestas, grita a todos los allí presentes que quién le acompaña en su descenso a los infiernos. Después de unos segundos de significativo silencio, la madre soltera ávida de emociones y admiradora en secreto de Jerry Maguire interpretada por Reneé Zellweger se ofrece para secundar su proyecto de fundar una agencia independiente, más por implicación sentimental que por verdadero convencimiento.
Algo parecido a esta escena de Jerry Maguire me ocurrió a mí el lunes de la semana pasada en la agencia de comunicación de Zaragoza para la que trabajaba, pero sin que la compañera equivalente al personaje de Reneé Zellweger en la realidad se levantara también para abandonar su puesto (aunque sí se puso en pie para expresar su sorpresa por la decisión del Director y para darme un par de besos en señal de despedida). Minutos antes el gerente de la empresa, vasco de origen, creo que supernumerario del Opus y educado en Navarra me había citado en su despacho para comunicarme que no había superado el período de prueba de mi contrato; también para explicarme que no había cubierto las expectativas que había depositado en mí, que escribía mal, que si me sometía a un test de actualidad lo suspendería y que había encontrado un remedio a su error en la buena disposición de dos becarias, de las cuales no pretendía fichar a ninguna. Ya en la entrevista, antes de trasladarme a la capital aragonesa, me había avisado que mi principal handicap era que hablaba con acento andaluz, que de Despeñaperros para arriba jamás encontraría trabajo como redactor y que si aceptaba la oferta tan sólo tenía un cinco por ciento de probabilidades de quedarme en plantilla, por lo que mi primera respuesta fue un no tajante. Persuadido por un mail de la responsable de recursos humanos donde me instaba a hacer caso omiso de los ataques del Director y a aceptar el desafío profesional, decidí lanzarme a la aventura de probar suerte en otra ciudad, aunque al final, sorprendentemente, el tiro me haya salido por la culata.
En el cyber del barrio multicultural de Las Delicias en Zaragoza desde donde busco trabajo no hay aire acondicionado y hace mucho calor, en pleno mes de Julio, porque, fuera aparte de que se sitúa en un local pequeño, contiene además un locutorio y una peluquería clandestina. El negocio, todavía en obras, pertenece a una familia de ecuatorianos que sobrevive a base de pluriempleo, por lo que algunos días, cuando entro para navegar en Internet, me atiende detrás del mostrador la única hija del matrimonio, una niña de 11 años que juega con botes de pintauñas y sueña con zambullirse en la piscina, pero a la que le ha tocado echar una mano a sus padres durante el verano. Pese a lo reducido de sus dimensiones y del calor que concentra, en el cyber- locutorio- peluquería se dejan notar los verdaderos efectos de la crisis económica y sus principales afectados: jóvenes rumanos que juran regresar a su país tras buscar infructuosamente empleo en las obras, mujeres marroquíes que entre sollozos dan consejos a sus familiares por teléfono, viejos verdes que se acercan a los tablones de anuncios para apuntar los móviles de las peluqueras en paro Desde mi posición de espectador allá en el cubículo, mientras relleno una ficha de candidato en Periodistas.com, rodeado de cubos de pintura y metros de cable, concluyo que hay que saber perder. De momento.