La Tradición, la Realidad y la Gloria, del baloncesto
Me cuentan mis amigos japoneses que el Monte Fuji es para ellos un lugar de culto al que acuden cada año con la intención de contemplar su inmensidad desde el punto más alto al que se puede acceder en vehículo, situado a 2.000 mts de altitud. Los más osados se atreven incluso, eso si con una gran preparación, a caminar los casi 6 km a pie, en condiciones complicadas, hasta la cumbre. Pero la mayoría se contentan con admirar la cima de esta montaña cargada de simbolismos. Este hecho es difícil debido a una aureola nebulosa que rodea su cumbre y casi imposible si se intenta durante los meses de verano. Cuando el pasado lunes me dirigía hacía allí, me advirtieron que no había ninguna posibilidad de contemplar el cenit con claridad, pero algo me decía que siguiéramos. Llegamos hasta el mirador y tras permanecer media hora tomando las oportunas fotos con la consabida neblina, vi a mis amigos nipones cambiar el gesto de forma sorprendente: las nubes se abrieron durante un par de minutos y tuve unas sensaciones algo místicas. Mis acompañantes me dijeron que habían rezado a su Dios shintoista para que me concediera ese don y yo, a pesar de no ser excesivamente religioso, entendí enseguida que algo grande había de pasar.