
Si hay algo que por encima de todo busca el ser humano, es la luz. ¿Y qué es la luz? La luz es explicarnos a nosotros mismos qué es esto de vivir, en qué consiste, de qué va lo de existir. Es una búsqueda personal, individual, nadie puede hacerla por nosotros, porque como suele decirse nadie escarmienta en cabeza ajena. Por eso, cada vez que nace un niño, de alguna manera el mundo vuelve a su génesis. Con cada bebé, la Historia parece borrarse y regresa a sus orígenes. Y entonces no nos dan tanto a luz como creemos, sino a la posibilidad de que la encontremos.
Si se tiene interés, mucho interés en hallarla, la luz acabará apareciendo. Es el momento en el que terminas diciéndote:
-Ya está, ya lo tengo, ya di con la fórmula, ya sé de qué va la cosa.
Y es un momento mágico que hace desvanecerse de golpe las dudas y la desorientación de tantos años.
Pero, ¡cuidado!, he dicho que das con la luz si pones mucho interés en encontrarla. Yo puse en ello todo mi interés. Estaba obsesionado con aquello de ser hijo de la luz que dice el Evangelio.
Cada cual la descubre a su manera, con su experiencia, desde caer derrocado de un caballo hasta el diagnóstico de un cáncer. Mi luz llegó con el divorcio. Lo asumí rápidamente, por la sencilla razón de que lo que yo no asumía era mi matrimonio. Llegué a casarme asistido por las razones sin razón de una cultura y una religión que más tarde comprobaría que no me habían asistido lo bastante. Y por supuesto me llevé yo solito, tan solo que no me acompañaba ni mi corazón dando saltos de alegría, ni la emoción que siempre había formado parte de mí. Me abandonaron aquel día y yo tampoco supe esperarlas para una ocasión mejor, para una mujer diferente a la elegida. Me equivoqué. Menos mal que me equivoqué, porque si no llega a ser por aquel error no llego a conocer los dos grandes aciertos de mi vida: mis hijas.
Salí de aquella casa con el ánimo del que emprende una liberación, del que va dejando tras de sí en la lejanía la visión de una aldea mental en la que me asfixiaba, una pedanía desde la que partir hacia un nuevo mundo grande e interminable.
Estuve lleno entonces de intuiciones maravillosas que se han cumplido. Pero no tanto como para imaginar que iría a sentirme más feliz que nunca, más joven que nunca, con más energía y fuerzas que con ninguna otra edad, más creativo y sensible que en ningún otro tiempo atrás. Incluso me noté experimentando un extraño rejuvenecimiento físico, fácilmente comprobable si mis fotos de esta misma mañana de mi 57 cumpleaños son comparadas con algunas de cuando estuve casado. Y no digamos lo que fue verme rodeado, como si fuera una multiplicación milagrosa, de tanta gente estupenda y miles de personas que me irían enviando constantemente la sacudida de su afecto por haberme leído en cualquiera de mis artículos.
Sin embargo, este prodigio esconde una íntima razón que parece contradictoria, pero que lo descifra todo: lo mejor de mi vida me estaba ocurriendo justo en los días más difíciles que hubiera conocido. Y así los años más duros, han sido los más apasionantes. Pero hasta lo malo pasa volando. Incluso un largo periplo de casi cinco años en los que mi vida y la de mis hijas hubo de someterse al veredicto de los jueces.
Queda muy poco. Los 18 años de mi hija Marta fulminarán, gracias al reconocimiento constitucional de la mayoría de edad, todo lo que ha sido el contacto con una Justicia en la que la gran mayoría de los españoles, más del ochenta por ciento según las estadísticas, no creemos. A fin de cuentas, no es más que un dato más en un país que institucionalmente ha tocado fondo en medio de una dictadura política disfrazada de democracia. Y lo único que han conseguido los contenciosos es poner bajo mis pies y los de mis hijas unos cimientos indestructibles de hormigón armado, con los que esa Justicia acabará estrellándose y poniendo de relieve, una vez más, que no cumple ni alcanza sus expectativas desde la base de unas leyes, sus interpretaciones y aplicaciones, absolutamente deficientes.
El rumbo de los tres es invariable, sabemos hacia dónde nos dirigimos. El rumbo sigue una ruta inmodificable de plena libertad para elegir. El amor no es obligatorio. Y en nuestro caso termina en un escenario, bajo la luz de una canción feliz y bien distante del nauseabundo y oscuro ambiente de los juzgados. Si en el tango veinte años no es nada, apenas tres son el tiempo de un vuelo.

