Me hablan de Roberto Osorno, un cantante sevillano de moda, con actuaciones en directo por todo tipo de eventos, incluidas bodas. Los hermanos Elena y Pepelu Lanzas están muy interesados en que lo vea estas noches en Casino Terraza. Y allá me dirijo con ellos y mi hermana Pilar.
Llevo la impresión de que voy a bailar con un animador por excelencia, pero cuando sale ante el público se me paralizan los pies. Lo menos que se me ocurre con Roberto Osorno, a mí por lo menos, es bailar. En segundos me percato de que es un artista. Y yo con los artistas no bailo, sino que me quito el sombrero. Para bailar pongo un disco.
Desgrana un repertorio de rumbas a borbotones, con una sangre alegre y feliz a la que nadie pone un torniquete que nos dejara sin noche y sin estrellas.
Enseguida me doy cuenta de que es único en una época de clonaciones, cuando ya es tan difícil inventar algo, sonar diferente, aportar algo nuevo. Ignoro si llegará a vender discos, incluso si tiene deseos de grabarlos, porque, ¿quién vende ya discos?, ¿quién los compra que no sean los Reyes Magos? La única certeza que tengo mientras lo escucho es la de que lo estoy disfrutando plenamente, supongo que como él mismo se disfruta haciendo lo que hace. Está aquí. En directo. En lo que llaman riguroso directo. ¿Qué más quiero?
Pisa un terreno propio de apenas unos metros cuadrados de escenario al que trae las cosas desde otros lugares hasta el suyo, al que hace llegar las melodías más famosas para ordenarles el olvido de sus orígenes y convertirse al destino y al estilo de Roberto Osorno.
Se acompaña inseparablemente de su guitarra. Y también inseparablemente de un compás que va por vena. Y yo no tengo ni idea de lo que cobra, de lo que está cobrando en Casino Terraza, pero intuyo que debe ser enormemente rentable para un empresario que contrate a una sola persona que termina pareciendo toda una orquesta. Un tío parece, como poco, cinco. Y cuatro gatos que estábamos al principio, terminamos rodeados por cientos bajo el poderoso influjo de su energía musical. No es un artista de reloj, sino de disfrute y conexión inmediata con el público. No se mira la muñeca para terminar, sino que tienen que avisarle de la noción del tiempo, de que descanse, de que le espera un segundo pase en el que reinaugurar un ambiente mágico de luna y jardines.
Casi incesantemente nos pregunta por lo que canta para que lo cantemos unidos a él:
-¿Cómo, cómo es?
Y todo el mundo corea. Osorno es tan diferente que Se te nota en la mirada, Para volver a volver o Amigos para siempre parece que acaban de componerse con su interpretación. En su voz, las canciones tienen cuna, pero no memoria, no extrañan a quien las cantó antes que Roberto. Están a gusto con él, no preguntan por nadie ni cuándo vienen a recogerlas.
Yo no bailo con los artistas. Jamás. Hasta ahí podríamos llegar. Yo los guardo entre los mejores recuerdos que da la vida. Roberto Osorno se me ha quedado inolvidable. ¡Ah! También hago algo invariable con los artistas: que vuelvo. Y volveré.