Este domingo no voy a ir a misa. Y mañana lunes tampoco voy a ir por eso a confesar. Ni por eso ni ya por nada. Hace muchos años que no tolero intermediarios sacados de la manga del Evangelio. Y cuando algunos, escribiendo sobre estos temas, me indican que hay que respetar las ideas de los demás, lo que en el fondo están demostrándome es que no quieren respetar las mías, que son las mismas que las de millones de creyentes que sólo nos guiamos ya por el amor de Dios, no por el temor a Dios.
El peor resumen que se está encontrando una Iglesia que ha deformado tanto el verdadero rostro de Jesús, es que ya podemos vivir tranquilos en la conciencia de que nos quiere profundamente, desde siempre y para siempre; que su amor es tal que ni siquiera puede elegir entre sentirlo y no sentirlo, entre darlo y no darlo. Dios, precisamente por serlo, nos quiere a la fuerza. Dios no tiene espalda para los seres humanos. No media un tiempo entre nuestros pecados y la absolución de un sacerdote. ¡Qué disparate es este en el amor más auténtico, en el amor más grande, en el amor de los amores!
Haber sido padre de dos hijas me ha regalado con ellas una gran comprensión y significado acerca de la paternidad de Dios. Y si yo miro esto desde la humilde parcela de un sencillo ser humano, ¡cuánto más nuestro Padre que está en los cielos!. Por eso sé ahora que esa paternidad divina alcanza hasta cuidados ilimitados, hasta donde para nosotros sólo nos cubre el misterio ese lleno de incomprensiones: el misterio de los niños con enfermedades incurables; el misterio de los deficientes mentales; el misterio de los hijos a los que entierran sus padres; el misterio de alguien joven que se despide crucificado por el martirio del cáncer
Por fin un Papa que hasta en la escueta grafía de su nombre ya no se adorna de boatos cómodos e indignantes, donde lo último que se ve es que el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Por fin un Papa que ha mostrado su tristeza al ver a curas y monjas que llevan coches último modelo. Por fin un Papa que respeta la relación de Dios con los homosexuales. Por un fin un Papa llamándose pecador y abrazándonos a todos los que también lo somos. Por fin un Papa dispuesto a estrenar las más inconvenientes verdades de la Palabra de Dios, más allá de los renglones del sexo y la pureza. Por fin un Papa que tiene más amor que dogmas, más sugerencias que imposiciones, más clemencia que castigos, más amistad que distancia, más cercanía que divismos, más comprensión que intransigencia, más riesgo que blindajes, más carne y menos cristal; más silla y menos trono. Por fin un Papa que habla de corazón a corazones y escribe su mejor encíclica (sin requilorios ni oscuridades, sin tener que ir a comprar su mensaje a las paulinas e interpretarlo como si fuera griego) con el lenguaje de todos a bordo de un avión charlando con periodistas.
Por fin, por fin, por fin Dios sin miedo. Por fin Dios con amor. Por fin Dios natural, sin disfraces, sin la nariz roja del payaso, sin el numerito del tartazo en nuestra cara. Por fin un beso largo, apasionado y eterno de Dios en nuestra mejilla, aunque hoy no vaya a misa.