Hoy sábado, 10 de noviembre, Rafael Moreno y Espartaco se están viendo en la finca del diestro en Constantina. El legendario dúo del apoderado y su torero, el histórico tándem del éxito ininterrumpido durante siete temporadas seguidas, posa reunido para las fotos que ilustrarán la próxima biografía del torero. La ha escrito precisamente su mentor, la persona que mejor podía hacerlo, el hombre que conoce la distancia más corta de las verdades de Espartaco. Se hubiera podido quedar la autoría en la ventajosa posición de quien meramente se sabe la historia de cabo a rabo; pero encima la biografía la escribe un escritor de enorme repercusión ya internacional que acaba de ser llevado al cine -y con este a la televisión- por Álvaro de Armiñán, director y adaptador de una de las novelas anteriormente publicadas por Rafael Moreno, La soledad del triunfo.
He contado con la autorización de Rafael Moreno para dar esta primicia en el periódico. Es uno de mis grandes y más decisivos amigos en la vida, y jamás he decepcionado a nuestra larga relación, de más de treinta años, con ningún escape ni fisura de sus confidencias. Él lo sabe. Hasta en los tiempos en los que hubiera valido mucho dinero una foto de los hijos de Espartaco siendo pequeños, yo las tenía junto a ellos y nadie, ni sus padres ni el celoso guardián de la intimidad del torero que fue siempre Rafael Moreno, subieron la más mínima guardia en mi caso concreto mientras me veían retratarme con las dos niñas y el varón.
Formo parte de su ambiente familiar como si fuera uno más entre ellos. No tengo que avisar si almuerzo o ceno en su casa, además de haber compartido la BBC de sus más felices acontecimientos: bodas, bautizos y comuniones.
Hace mucho tiempo que sé de esta biografía. No la he leído, porque se guarda como la mejor joya de la corona de una historia única. Pero, conociendo a Rafael, ya me la imagino. Quien busque cotilleos amorosos, será mejor que indague por otra parte o espere a otra ocasión menor, de poca ambición literaria. El Moreno -como a veces le llama su mujer, la dulce y elegante May- seguro que ha licuado con sabor de sacrificios y tenacidad todas las sustancias de la miel y la hiel de Espartaco.
Los libros, las novelas de Rafae -lo tengo comprobado- se construyen de por sí con ficciones, pero siempre se vertebran gracias a una larga experiencia de reflexiones personales de las que yo he gozado como amigo, y que no tienen precio en lo que me han ayudado. Me he encontrado muchas veces en los renglones de sus páginas los pensamientos que me había brindado para las mías propias y en la trama real de mis encrucijadas. Me ha dado frases como tesoros. Frases para siempre, hasta que me muera. Y de Espartaco, de Juan, me ha hablado invariablemente hasta la frontera en la que yo pueda aprender de un personaje ejemplar, pero sin traspasar jamás el lugar sagrado de la fidelidad que guarda tanto a Espartaco como a todos los que gozamos de su consideración.
Por eso, en esos límites, puedo esperar que en esa biografía haya escrito que detrás de todo número uno, hay una renuncia permanente. O que le contará al gran público lo que le dijo a Espartaco después de los años de tantas apoteosis: -Juan, entre tantos esfuerzos y renuncias, entre tanta lucha, la primavera ya se te ha ido; pero puedes dedicarte ahora a disfrutar del otoño.
Y cómo se siente como amigo un apoderado que tiene que decirle a su pupilo que espere a los toros a portagayola. Seguro que ha contado la forma peculiar en que un periodista como él se hizo apoderado de Espartaco, que iba a verle una y otra vez a su chalet El brillante, de Gines, para pedirle consejo sobre su carrera. Un buen día Espartaco le dijo:
-Mira Rafael, aquí hay una gente que se está haciendo rica gracias a que hago lo que tú me dices. ¿Por qué no eres mi apoderado y te ganas tú ese dinero?
Seguro que ha dejado por esa biografía de lentas fatigas, que la cruce de parte a parte el intestino cerrado del miedo. Hasta que Rafael me lo contó, yo no podía imaginarme la estrecha convivencia entre el miedo y la valentía. Y seguro que ha contado cómo se defendía de sus temores, a base de leer sin parar en los tiempos muertos de los viajes, cuando la vista parecía asomarse tras las pastas de los libros como si fueran burladeros.
Seguro que ha escrito, y muy bien, la existencia dolorosamente feliz de Espartaco. El protagonista ya la ha leído. No ha querido tocar ni una coma ni enmendar la línea amarga de ninguna cicatriz. Y esa es la prueba definitiva de la veracidad con la que Rafael Moreno, muy pronto, nos va a contar a Espartaco.