Llegan más tarde o más temprano unos años en los que la vida va cerrándote páginas, escribiéndote el fin de muchas cosas, entregándote las obras completas. Yo ya estoy en ellos. Y como en un libro de reglas azul y plata acaban de disponerme la última -por ahora- para seguir por este largo itinerario de la edad y la memoria: aprende a caminar sin Luis.
Luis era Luis Álvarez- Ossorio García de la Borbolla, que anteayer nos ha dejado. Luis era el sobrino de don Eladio, Luis era el hermano de Angelita, el marido de Carmen López Urrutia, el padre de Fátima y de Juan, era el abuelo de varios nietos, Luis fue muchos años el director del Banco de Madrid. Pero para mí, por encima de todo, Luis fue el hombre que me llevó de la mano delante de la Virgen de La Hiniesta cuando yo tenía dos años. Con él vestido de nazareno, empecé yo a serlo: un nazareno de la Semana Santa de Sevilla. Un pequeñajo que desde entonces vive en el gozo y corre el peligro de que tantas ilusiones le estallen cualquier día en el corazón.
La Hiniesta me conoce desde niño y yo a Ella. Y nuestro encuentro fue tan intenso que ninguno de los dos lo hemos olvidado jamás. ¿Quién sabe si aquel Domingo de Ramos de 1960 no será la última secuencia que atrape entre las pupilas para llevarme al otro mundo? Es mi punto de partida de los recuerdos y, seguramente, también el fin.
El tío Eladio, don Eladio, tenía su bufete de abogados en la calle Rioja, esquina a Sierpes, y allí había empezado mi padre a aprender como pasante su ejercicio profesional. Don Eladio había sido el mecenas encargado de restaurar la memoria histórica de la Hermandad de La Hiniesta después de la guerra, con el templo de San Julián destruido por el salvaje incendio de las turbas, que se tragó entre las llamas hasta las primitivas imágenes de la cofradía. Si cuando yo nací había una nueva y hermosa Hiniesta de Castillo Lastrucci, si tenía hasta una corona de reina, era porque don Eladio lo había hecho posible. Solía guardar esa corona en su despacho, depositada en una urna de cristal, posada sobre un rojo damasco, iluminada por unos focos que aún la realzaban más en su brillo. Y él me aupaba hasta esa corona, la corona de mi Virgen, y se me abrían de par en par unos ojos de dos años que son indescriptibles en su asombro. Por la mirada sorprendida de un renacuajo estaba entrando para siempre en el alma de un niño, con la corona de la Hiniesta, toda la Semana Santa de Sevilla.
Hoy me vienen imágenes sueltas, queriéndose agarrar con ahínco a mi memoria, para ir formando un paisaje entero y sin vacíos. Los primeros años de un niño en Semana Santa están llenos del recuerdo de manos: las que nos han cogido la nuestra para llevarnos hasta el lugar feliz donde se fue haciendo la primera vez de todo para nosotros. La primera vez que vimos un palio, la primera vez que cogimos cera o pedimos caramelos, la primera vez que escuchamos Aguas y Estrella Sublime Luis Álvarez-Ossorio fue la mano que me llevó de nazareno en La Hiniesta y la convirtió en inseparable de mi vida. Inseparable Hiniesta, a la que andando el tiempo he regresado con mis problemas de hombre, desterrado del paraíso fugaz de la inocencia, acudiendo secretamente, sin que nadie lo supiera, hasta San Julián, para no perderme tomando decisiones, poniéndome de acuerdo con Ella sobre lo que hacer y lo que no hacer, buscándome de niño ante su paso, como si en la infancia estuviera siempre la verdad de un hombre que pretendiera, al cabo de tantos años, encontrar restos de aquel Domingo de Ramos de 1960, o pedazos de sol de aquella tarde. En aquella Semana Santa era un mico con el antifaz levantado al sevillano modo, sujeto con imperdibles, cuidando que en su doblez, sobre el capirote, quedara a la vista el escudo de la Hermandad.
Pero con La Hiniesta también Luis se hizo inseparable. Como Carmen, su mujer, como sus hijos Fátima y Juan y ahora empiezan a serlo para mí sus nietos. Guardo las viejas fotos junto a él como oro en paño, cuando la Virgen salía de hebrea. Algunas están quebradas más por la emoción que por el tiempo. ¡Cuántas veces ya esa emoción es sepia!
Lo que nunca pude imaginarme es que fuera a despedirme de Luis, como ayer tarde, en la víspera de un nuevo Domingo de Ramos, ante el paso en San Julián de nuestra Virgen, abrazando fuertemente a Carmen y a Fátima. Y cuando empezó la misa, como si de una señal se tratase, de un beso suave y azul del cielo, la coral entonó el canto más inesperado de un momento triste en la tarde nublada y lluviosa de un sábado antes del Domingo de Ramos: Gloria. De ella se vistió, entre lágrimas nuestras y de La Hiniesta, el aire del adiós a un hombre inolvidable.
José María Fuertes