Se ha muerto Paco Valladares. Ayer nos dio la noticia María Teresa Campos, a bote pronto y en cuanto se lo comunicó su secretaria personal Sonsoles mientras estaba en directo en Tele 5.
Lo de llamarlo Paco Valladares fue una familiaridad que con los años se tomó el público al ir dispensándole un enorme cariño que no todos los artistas son capaces de inspirar. Una cosa es el afecto televisivo y otra el afecto personal. Hay figuras que no resisten dos minutos nuestro aprecio en cuanto te las echas en cara, en persona, y con dos detalles que les veas en distancia corta se desvanece de inmediato el halo inexistente fuera de los focos.
Lo de llamarlo Paco se lo ganó él. Cuando yo era pequeño y lo veía en Diego de Acevedo, la primera serie que produjo TVE, su nombre era Francisco Valladares. Y así venía también en los cromos de los famosos de la pequeña pantalla. Acabar en Paco es un privilegio de simpatía generada por la sinceridad de su entrega al público, a millones de telespectadores de varias épocas, como la de Estudio 1 o las novelas vespertinas; a su enorme vocación con recorridos incontables por la geografía española debutando en sus teatros.
Mejor que estos renglones, habrá otros lugares para rellenarse con exhaustivos datos del denso currículum de un actor extraordinario. Yo transito estos momentos de dolor y despedida por el hondo y sereno camino de su voz cada vez que recitaba, haciendo sonar el color íntimo de los callejones sombríos de Sevilla, cuando la ciudad se adentra en sus verdades y, a cada paso, se aleja de su ficción de postales. Paco Valladares adoraba esa Sevilla y, cómo no, a su rociero y natal pueblo de Pilas.
A Paco me lo presentó Federico Casado Reina, por los aledaños de la catedral, por la lonja del Archivo de Indias, una Semana Santa, mientras íbamos de un lado a otro buscando cofradías. Nos caímos bien y, al poco, cuando su madre se puso enferma, yo le envié una carta de ánimo que él me contestó con el estilo cálido y cercano que no tengo ahora que descubrirle a nadie.
Otras veces coincidimos en Prado del Rey, haciendo desde allí María Teresa Campos Pasa la vida.
Desde Sevilla quiero recordarlo leyendo su nombre, junto al de Concha Velasco, en la marquesina del que fuera Teatro Álvarez Quintero, en la calle Laraña, donde hoy ocupa su sede cultural Cajasol. La foto es de un Sábado Santo -lo que en otros tiempos fue el Sábado de Gloria-, propicio para los estrenos teatrales. Se anuncia la primera función en Sevilla de la exitosa comedia ¡Mamá, quiero ser artista!. Por delante, a primera hora de la tarde, pasan los penitentes de la Hermandad de la Trinidad camino de La Campana. Lo tendremos presente en montones de cosas que siendo suyas se convirtieron en nuestras, como esa fachada que me dio por guardar como una premonición de la tarde de ayer, como una nostalgia por adelantado de su voz y su memoria. Esa voz larga de calles estrechas que serpentean por penumbras íntimas, donde las cales levantan altares a los reflejos, cuando el geranio es una sombra capaz de una chinesca hermosura en gris, cuando un tranquilo lenguaje de pisadas sabe escuchar un viejo eco de palabras antiguas que nunca mueren.
José María Fuertes