Francisco Correal
Mi vida literaria consta de treinta años de dedicación al periodismo y una semana a la literatura. Fueron los días en los que escribí el relato Comando Asdrúbal, en respuesta de una invitación de Manolo Juliá para una colección de libros de Intuición Editorial. Hay amigos que dicen que es lo mejor que he escrito nunca. Le gustó a firmas tan autorizadas como Javier Marías o José Manuel Caballero Bonald. El héroe de ese relato se ha muerto hace unos días y era mi padre. Es curioso: mi padre como creación de su hijo, cuando en realidad yo soy una creación de mi padre, el primero de los cinco volúmenes de sus obras completas, la Familia Correal, un compendio editado al alimón con su socia Maruja Naranjo. Ha muerto el día del Pilar, dos días después de saber que había sido abuelo por octava vez, él que siempre fue muy escéptico en esos menesteres de la descendencia. Como lo era en cuanto a las posibilidades de su equipo y el mío. Pues mira, papá, te vas con ocho nietos y nueve Copas de Europa. La primera la ganó el Madrid en 1956, el año que se casaron y que me concibieron después de una fructífera luna de miel en Santander.
Travesía Baja, 4, y Goya, 80. Dos calles paralelas, dos viviendas pertenecientes a la barriada de las 309 en las que se inscribe y se escribe la historia de mi familia en Puertollano. Mi padre fue el primero en llegar, mientras su mujer y sus tres hijos, recién llegados de un pueblo gallego, vivíamos unos meses de mágica espera en la panadería de Ciudad Real en la que mi abuelo Andrés era maestro panadero. Unos meses de espectros fantasmales que trabajaban por la noche y dormían de día, de tías solteras que cosían en comandita y rezaban al compás de las directrices pías de mi abuela Carmen, la paisana de Pedro Almodóvar. Mi padre, mientras buscaba casa, se quedó en la residencia de Empleados, el punto intermedio de la estratificación social de la época. Del tiempo de la panadería recuerdo una escapada furtiva para ver 55 días en Pekín y el impacto que produjo el asesinato de John Fitzgerald Kennedy.
Perder un padre dos días después de ganar un hijo no es ningún empate, pero admito que tiene una fuerte carga simbólica. El día del funeral me daban simultáneamente el pésame y la enhorabuena. Las dos caras de la moneda. Sé cómo disfrutó mi padre con el pregón de Feria que pronuncié un día de abril de 1998 en el Auditorio de Puertollano. Guardó la cinta como oro en paño. Fue el mismo escenario donde se produjo el estreno mundial de Volver, la película más manchega de Almodóvar. Mi padre era demasiado del norte como para venirse al sur. Fuimos los hijos los que inclinamos la balanza: el destino, más que las preferencias, mandó a cuatro de sus cinco hijos a Andalucía. Él siempre fue muy norteño, muy cantábrico: los tiempos de soltero en As Pontes, los veraneos en Perlora y Carballino, la infancia en Gijón, la luna de miel en Santander, sus escapadas veraniegas a Aguayo, cerca de Reinosa, un regreso a sus fuentes maternas. El Sur también existe, escribió Benedetti y cantó Serrat. Sí, pero mi padre era del Norte y le cambiaron los puntos cardinales. Mi madre es más sureña: hija de cordobés. Encajó mejor.
El apellido destacaba en el letrero de la puerta: Correal. Sin más. Nos dejó sin hacerlo explícito un ramillete de pasiones. Y una enfermedad incurable: el amor al trabajo. Cuando llegamos a la adolescencia, le reprochábamos que se llevara trabajo de la fábrica a casa. Lo mismo que hacemos nosotros. Esto que ahora hago yo, que para mí no es un trabajo, sino un ejercicio placentero del dolor. El agradecimiento al más completo de mis personajes, al más conseguido. El padre, lo he escrito alguna vez, es un género literario, con expresiones magistrales como el Relato de amor, de Agustín García Calvo, o Negra espalda del tiempo, de Javier Marías.
Nadie se tiraba como él desde el trampolín, en las modalidades del ángel y la carpa. A mí me hizo hermano mayor de la cofradía de los Correales: en la Semana Santa de Sevilla no hay nadie que lleve en el cargo los 47 años que yo llevo, desde que vino al mundo con su aquí estoy yo mi hermano Juan. El primer gallego de la familia. Aunque embaló con pericia increíble todos sus enseres para la mudanza, muchas cosas de mi padre quedaron en Puertollano. Nuestra memoria, sus amigos, esos tiempos de Travesía Baja, 4 y Goya, 80 en los que, como dice Luis García Montero, el futuro estaba todavía en su sitio. Va por él, la otra galerna del Cantábrico. El niño al que los Reyes y la República le echaron una guerra cuando tenía once años. Del Norte fue al Sur. Como la paloma de Alberti, se equivocó, se equivocaba. En el año que ganamos el Mundial de Baloncesto, mi padre dejó su equipo de basket: Paco, Juan, Blas, Quique y Mario, mi hermano pequeño y ahijado.