Entre las cosas que he aprendido desde que trabajo en la Agencia Korpa (todavía sigo contratado, aunque parezca mentira, así que tranquilos; hay Paquirrín para rato), es decir, desde que soy redactor de prensa del corazón (el debate en torno a si esta especialidad es periodismo o no lo dejo en manos de los profesionales serios, que pasan semanas revoloteando alrededor de Esperanza Aguirre para preguntarle acerca de sus aspiraciones a la Presidencia del Gobierno), destacaría, además de lo relativo a la iniciación a la vida, a la incorporación al mundo real y al descubrimiento de las intrincadas relaciones entre los seres humanos, sus pactos, sus traiciones, lo que poco a poco he ido asimilando en materia de coches, marcas, modelos, prestaciones, campos en los que antes era prácticamente analfabeto. Gracias a una atenta observación y a las enseñanzas de mis compañeros, he logrado educar la mirada hasta fijarme en que el vehículo que Kiko Rivera toma habitualmente prestado a Julián Muñoz para irse de parranda por Sevilla mientras éste permanece en la cárcel (y al que en una salida llenó de abolladuras y rocetones, como pudo verse en un vídeo emitido por el desaparecido Aquí hay tomate) es un Rang Rover de color negro con matrícula 0416; con el tiempo y la experiencia acumulada hasta ahora, he conseguido reparar en que, cuando al hijo de la Pantoja le apetece montar una orgía en los alrededores de Cantora, por ejemplo, en una urbanización privada situada en una localidad próxima a Medina Sidonia, abandona la finca en un Opel blanco provisto de capota y matrícula de Cádiz 2647 a2. Aparte de instruirme sobre características técnicas o en procedimientos de identificación, he llegado a la conclusión que a los automóviles les ocurre como a los teléfonos móviles, que su función principal, en este caso la de facilitar el transporte, ha quedado relegada a un segundo plano, y que han terminado convirtiéndose en un símbolo de status social: de esta forma, ya me siento capacitado para deducir cada vez que pasa delante de mí un Seat León tuneado con un alerón, unos rótulos desafiantes como tatuajes y unos tapacubos plateados, que en realidad el conductor está tieso, y que por cada Chrysler que circula por la carretera, valorado en veinte millones de las antiguas pesetas, hace falta emplear a un centenar de mileuristas para pagar sus letras. También me he dado cuenta, pese a que se tiende a obviar este detalle, que la inercia de la vida moderna nos ha llevado a tener que desarrollar media existencia dentro de un auto, en medio de interminables y agónicos atascos, a la manera de los personajes de Crash de Paul Haggis o del protagonista de la novela Caos calmo, recientemente adaptada a cine por el director italiano Nanni Moretti. Pero ésa es otra historia.
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