Lo he leído en el Boletín Salesiano Nº 03 Año CXXI, correspondiente a este mes de marzo y como ha salido de la pluma de D. Antonio Mª Calero, SDB y es un sacerdote de prestigio y gran comunicador con un gran número de: homilías, charlas y predicaciones a sus espaldas que le avalan, lo he querido compartir con vosotros queridos lectores de este portal, dado que, hay muchos laicos que aun perteneciendo a hermandades, posiblemente no sabemos asumir nuestro papel en la Iglesia que, voluntariamente aceptamos y que debemos compartir de una forma coherente y clara. Os dejo con este artículo publicado en el veterano y prestigioso Boletín Salesiano en las paginas 8 y 9, del numero citado que, recordando el gran sentido publicitario o de la propaganda que, creó el carismático y gran santo, fundador de la Congregación Salesiana, San Juan Bosco y aunque me consta que este boletín lo recibimos de forma gratuita y lo leemos varios cientos de miles de AA. SS. y miembros de la Familia Salesiana, y que gracias a este invento que bien, utilizado, nos referimos a Internet, logrará aumentar gracias al sistema multiplicador en miles y miles de lectores o visitantes más, en todo el mundo, este artículo titulado:
Una Iglesia de miembros corresponsables.
Durante mucho tiempo los miembros de la Iglesia
se han dividido en miembros activos y miembros pasivos:
a unos les tocaba hacerlo prácticamente todo;
a los otros, recibirlo todo más o menos pasivamente.
Los primeros pertenecían al clero;
los segundos, al laicado. Así se llegó a formar un
pequeño grupo de miembros que en la Comunidad
eclesial lo pensaban todo, lo sabían todo, lo decidían
todo, lo orientaban todo, lo llenaban todo. Y otro grupo,
enormemente grande, casi el noventa por ciento
del total, que en la práctica era como si no pensaran
nada, no supieran nada, ni se enteraran de nada, ni
pudieran decidir nada en ningún orden de cosas. Tenían
sencillamente que dejarse guiar más o menos pasivamente
por el pequeño grupo de los dirigentes.
Exigencia de corresponsabilidad
Esta situación, que ha cuajado hasta hacerse lógica y normal
en la conciencia de la Iglesia, ha durado siglos. No
es de extrañar que, cuando el Concilio Vaticano II afrontó
los temas centrales para la renovación en profundidad
de la Iglesia, uno de los que apareció con mayor
urgencia fue precisamente el de la corresponsabilidad
entre todos los miembros de la Iglesia.
El descubrimiento de esa exigencia de corresponsabilidad
no fue por parte del Concilio un gesto de
oportunismo eclesial como si se tratara simplemente
de ceder al sentido democrático que tiene hoy la sociedad,
ni tampoco de suplir a la escasez de miembros
del clero. Hay una razón mucho más honda y radical
para impulsar el despertar de la corresponsabilidad
dentro de la Iglesia: es lo que se conoce en el argot
teológico como eclesiología de comunión.
La idea es sencilla y profunda al mismo tiempo. Si
San Pablo enseñó que la Iglesia es, al mismo tiempo,
el Pueblo santo de Dios y el Cuerpo místico de Cristo,
resulta del todo lógico pensar que en un Pueblo no
puede haber miembros puramente pasivos y otros que
lo hacen todo. Como, de igual forma, en un Cuerpo no
puede haber miembros que no tienen función alguna que
realizar mientras que pocos lo realizan todo. Para que
el organismo se desarrolle en toda su plenitud todos
deben realizar funciones de diversa importancia pero
complementarias: ¿quién puede vivir sin corazón?, ¿y
sin pulmones?, ¿y sin riñones?, ¿y sin cerebro?. Los
miembros, dice el apóstol Pablo, aun siendo muchos
forman un solo cuerpo: para eso nos bautizaron con el
único Espíritu y para eso derramaron sobre todos un
mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo.
Cooperar en la misión común
No es por tanto cuestión de oportunismo o de simple
ceder a la corriente democrática de la sociedad actual.
Es cuestión de ser fieles a una de las líneas de fuerza
que constituyen la vocación cristiana: la comunión entre
todos los miembros de la Iglesia. Esta comunión lleva
de forma natural e irrenunciable, a la corresponsabilidad.
Así lo reconoció el Concilio Vaticano II. Después
de recordar a los Pastores que no han sido instituidos
por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica
de la Iglesia en el mundo sino que deben hacerlo
de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente
en la obra común (LG 30), sigue precisando
el Concilio que, conforme a la ciencia, la competencia
y el prestigio que poseen, los laicos tienen la facultad,
más aún, a veces el deber, de exponer su parecer
acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia.
Esto se haga, si las circunstancias lo requieren, a
través de instituciones establecidas para ello por la Iglesia,
y siempre en veracidad, fortaleza y prudencia, con
reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de
su sagrado ministerio, personifican a Cristo (LG 37).
Se ha acabado, pues, oficialmente en la Iglesia, la división
entre miembros activos y miembros pasivos; entre
miembros vivos y miembros atrofiados; entre miembros
que piensan y miembros que abdican de su
pensamiento; entre miembros responsables y miembros
que, por principio, hacen dejación de su responsabilidad.
La Iglesia, casa de comunión
En esta misma línea se posicionó el Sínodo de los
Obispos convocado por Juan Pablo II en 1985 para
evaluar los frutos del Vaticano II en la vida de la Iglesia.
La eclesiología de comunión dijeron en aquella
ocasión los Obispos- es una idea central y fundamental
en los documentos del Concilio. Desde su
celebración se ha hecho mucho para que se entendiera
más claramente a la Iglesia como comunión y
se llevara esta idea más concretamente a la vida. De
esta profunda comunión tienen que partir los compromisos
concretos de todos los miembros de la Iglesia
para realizar, cada uno según su vocación, la Misión
que Cristo confió a toda la Comunidad eclesial.
Si como afirmó Juan Pablo II en la Exhortación
conclusiva del Año Jubilar (2000) el gran desafío que
tenemos los cristianos en el milenio que comienza es
hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión
si queremos ser fieles al designio de Dios y responder
también a las profundas esperanzas del mundo, esta
misma es la razón para hacer de la Iglesia una comunidad
de miembros corresponsables.
Antonio Mª Calero, SdB