La semana pasada colgaba en esta web un artículo donde hacía referencia a Nocilla Dream, la primera novela de Agustín Fernández Mallo, un escritor novel que el año pasado sorprendió a la crítica con esta apuesta original y valiente dentro del anquilosado panorama cultural español. Primera entrega de un interesante proyecto literario que su autor ha denominado como Proyecto Nocilla, y que completará en un futuro próximo con las sucesivas Nocilla Experience y Nocilla Lab, Nocilla Dream es, como adelanta Juan Bonilla en el prólogo del libro, un experimento cuya narrativa emplea las técnicas del zapping y el collage para dar sentido a unos fragmentos aparentemente inconexos, retazos que contienen escenarios insólitos por donde van transitando una serie de figuras excéntricas, en su mayoría perdedores. Sin entrar demasiado en el resumen del argumento de la obra (sencillamente porque no tiene), diré que Fernández Mallo, con un estilo que recurre a menudo al argot científico por su procedencia del ámbito de la Física, toma cada episodio, un total de 113, como punto de partida para desarrollar un ejercicio de creatividad, donde la coherencia se le antoja un molesto anclaje para liberar la imaginación e incluso el absurdo y que acaba tejiendo una compleja red con algunos puntos comunes: espacios (la carretera que une las localidades norteamericanas de Carson City y Ely), personajes (el grupo de surfistas que se disponen a competir con unos ancianos chinos, el tipo que se aloja en un apartahotel de Las Vegas y decide levantar un monumento en homenaje a Jose Luis Borges) u objetos (el álamo que ha encontrado agua en una zona desértica y en cuyas ramas penden pares de zapatos). Hay capítulos hilarantes como el de las micronaciones o aquél en el que Michael Landon rememora la grabación de La casa de la pradera a partir de una película porno que está viendo antes de fallecer, otros teñidos de un extraño lirismo (que su responsable ha etiquetado ya como Poesía Postpoética), en una alternancia de tonos y contenidos que deriva esquizofrénica, pero donde el rasgo común son los finales sugerentes y abiertos. El resultado de este cocktail donde se agitan las referencias al universo del cómic, los conjuntos de música alternativa y la mitología catódica, a las formas de arte experimental, a Internet y las nuevas tecnologías es Nocilla Dream, un ingenio que da para algo más que para una merienda.
No se puede decir lo mismo de la concesión del último Premio Planeta, que el pasado lunes 15 recayó sobre Juan José Millas por El Mundo y en Boris Izaguirre por Villa Diamante, un fallo de la editorial nada arriesgado ni vanguardista y destinado a asegurar las ventas de ambas publicaciones por el alcance mediático de sus firmantes. En un contexto que cada vez se parece más al que retrata el director de cine Lasse Hallström en La Gran Estafa, actualmente en cartelera, el galardón literario, el de mayor dotación económica de nuestro país, ha ido acelerando su deterioro con las polémicas de los últimos años, que incluye la deserción de Juan Marsé del jurado en el 2005 por la pésima calidad de los trabajos presentados. La voluntad de los despachos por mantener a toda costa un establishment comercial, compuesto exclusivamente por firmas de profesionales pertenecientes a grandes grupos de comunicación, está desembocando en escándalos como el descubrimiento de los negros de Ana Rosa Quintana y Fernando Sánchez Dragó y está facilitando el trasvase nocivo de unos valores y unas personalidades ajenos a la disciplina, impidiendo que voces más frescas e innovadoras salgan a la luz. La literatura, en manos de los mercaderes y los dictadores del gusto, está muriendo de glamour.