Siempre se ha afirmado que la pereza es la madre de todos los vicios, y como tal madre debe ser respetada. Parece difícil concebir a una sola sociedad civilizada que sea capaz de irrumpir en el progreso sin guardar la debida estima y lealtad hacia la figura materna. Sin embargo, a lo largo de los tiempos han sido abundantes las hordas que han lanzado toda su furia y todo su odio contra la pereza, contra el valor más universal y protector, contra la virtud más entrañable que jamás haya podido albergarse en corazón alguno.
Muchos han sido los pretextos o presuntos argumentos que se han esgrimido para denostar a la pereza, pero quizás el culto al trabajo sea el más extendido y común. Todos aquellos que, en algún momento, han pretendido instaurarse en dueños de nuestra voluntad o de nuestra conciencia han recurrido a ensalzar las infinitas virtudes de la laboriosidad, del sacrificio o de la abnegación, siempre que los laboriosos o los sacrificados fuéramos nosotros y no ellos, por supuesto. Hemos visto siempre a políticos, líderes de opinión, militares, sacerdotes, maestros, obispos, presentadores de televisión, confesores, gerentes, directores, sindicalistas y presos preventivos defender con tremenda intensidad los beneficios y privilegios que el trabajo puede depararnos, sin reparar, por ejemplo, que Isaac Newton no se hallaba precisamente vareando los olivos cuando descubrió su Ley de la Gravitación Universal, sino tumbado bajo un manzano, o que San Isidro llegó a nuestro santoral, entre otras cosas, gracias a su habilidad para conseguir que los ángeles le arasen sus campos mientras él descansaba plácidamente.
Todos hemos oído hablar de los accidentes de trabajo y de las enfermedades profesionales o incluso hemos sido víctimas de sus crueles consecuencias. Sin el menor atisbo de duda, nadie ha padecido accidente o enfermedad alguna por descansar o por consagrarse a la vida contemplativa.
A pesar de todo, la esperanza parece asomar en el horizonte para dicha y contento de la humanidad: nuestra civilización cuenta ya con un nuevo ejemplo, con una nueva figura cuyos pasos deberán ser seguidos e imitados para conjurar todas las plagas morales que nos azotan sin piedad. Se trata de Johnny Lechner, un honesto ciudadano que ha decidido ofrecer su vida a la pereza. Johny es un estudiante en la Universidad de Whitewater (Wisconsin), tiene 29 años y lleva 12 años cursando la misma carrera. Este universitario afirma con orgullo que nunca se levanta antes de las 10 de la mañana y jamás asiste a más de una clase diaria. Habitualmente dedica las horas de cada jornada a descansar, asistir a fiestas, salir con chicas o tocar la guitarra, sin mostrar el más mínimo interés por acabar su carrera y, como él mismo dice, enfrentarse al mundo real: trabajo, matrimonio, hijos, hipoteca, etc. Johny adora y defiende su estilo de vida y manifiesta con frecuencia su deseo de mantenerlo durante el resto de sus días. De hecho, ya se ha convertido en un ídolo, en un icono para la juventud de medio mundo y ello le ha llevado a ser elegido como imagen de algunas firmas comerciales, con la consiguiente y abundante cosecha de dólares para sus alforjas. Sus apariciones en medios de comunicación son frecuentes y no hacen sino incrementar su fama, su prestigio y sus ya cuantiosos ingresos. Es un hecho hoy, que todos los jóvenes que saben de su fama desean parecerse a él. Los artículos relacionados con Johny se encuentran ya por cualquier rincón de su país: camisetas, cedés, posters, tonos de móvil, incluso paquetes de galletas con su autógrafo.
En unas recientes declaraciones a semanario Time, él mismo decía:
"En Whitewater soy una celebridad. Cuando voy a una fiesta, todos me conocen, me invitan a las copas y las chicas se hacen fotos conmigo. Es muy adictivo y me hace feliz".
No debemos perder ya más tiempo en pamplinas y zarandajas místicas. Seamos todos apóstoles de la pereza, plantémosle cara a nuestros jefes, a nuestro párroco, a nuestro cónyuge, a nuestro alcalde y a nuestro ministro de hacienda y digámosles con energía que si alguien tiene que trabajar, que sea su puñetero padre.