Lección aprendida, tía Luna

Solo el hachazo de la muerte nos muestra la auténtica dimensión de quienes han compartido sus vidas con nosotros, quizás porque la proximidad y cotidianidad impiden captar en plenitud la valía personal de nuestros compañeros de viaje. La parca produce un resplandor que ilumina en un instante toda la vida del difunto, exhibiendo con suma claridad las virtudes atesoradas y la lección que deja dictada.

En este mes de santos y difuntos, a los noventa y cinco años de edad ha expirado doña Luna Rodríguez Gil, nacida en 1930 en el pueblecito onubense de Manzanilla. Pocos años después, su joven madre enviudó y decidió trasladarse a Sevilla con sus tres niñas, siguiendo el sabio consejo del párroco del pueblo y buscando una vida mejor para ellas.

La ahora fallecida cursó magisterio y pasaría a ser la señorita Luna para los muchos cientos de alumnos que tuvo, primero en el extinto colegio Miguel de Mañara de la calle Levíes y luego en el colegio diocesano San Isidoro, hasta la jubilación. Su soltería le ha hecho doblemente señorita durante toda su vida, siempre entregada a su familia y a los demás. Tres generaciones de sobrinos la han acompañado en su ancianidad y la han despedido con hondo dolor, al igual que sus alumnos que han conocido la fatal noticia.

Vaya en su memoria un homenaje a los niños sufridores de la maldita guerra, que ya no va quedando casi ninguno. Niñas y niños supervivientes de la España más dramática, de la que muchos de ellos nunca quisieron hablar, trabajando abnegadamente por construir una sociedad más justa e igualitaria y buscando siempre la concordia, sin mirar atrás. Los sobrinos también han aprendido eso de la tía Luna, muy devota de San Antonio de Padua, al que se le invoca precisamente por la concordia y la armonía.

Oda también para las muchísimas mujeres como ella que en aquellos difíciles tiempos fueron verdaderamente libres e independientes, no aceptando consignas, imposiciones ni adscripciones, teniendo como prioridad trabajar incansablemente y honrar a Dios. Son ellas las que, en buena medida, han posibilitado esta España ya casi del segundo cuarto del siglo XXI, fruto de una esperanzadora secuencia de generaciones.

Luna nunca ocultó que su verdadera fortaleza se sustentaba en su condición de creyente, aunque tampoco hacía proselitismo de ello. Era mujer de poca demagogia y muchas obras, que predicaba silenciosamente con el ejemplo. La definía su profunda coherencia cristiana, pues practicaba su religión ejerciendo la caridad con quien la precisaba. Fue siempre ejemplar cumplidora de sus obligaciones como ciudadana, profesora y mujer de fe.

Al final, sus sobrinos y sobrinas nietas han tomado definitiva conciencia de que practicó calladamente las bienaventuranzas durante toda su vida, visitando y cuidando a los enfermos, ayudando a los necesitados, aconsejando sabiamente a quienes necesitaban de su magisterio o visitando a los presos cuando fue menester. Llegada la hora, los sobrinos en grado de bisnietos han sido los destinatarios de sus últimas sonrisas y caricias.

Sea dicho que era la humildad personificada y le ruborizarían estas palabras, pero esta es una historia más de bondad como tantas otras que se repiten a diario, merecedora de quedar escrita para incitar a la reflexión. La santidad anónima existe en nuestro mundo, pero no hace ruido. Sepamos verla para que nos sirva de guía en la vida.

Sus alumnos y sobrinos han aprendido la lección magistralmente dictada por la bondadosa tía Luna, que ya vive eternamente en Dios. Ella ha sido la más longeva de aquellas tres niñas de la guerra y se ha ido apostando siempre por la paz, repartiendo amor hacia todos y predicando su fe con el testimonio de sus obras. La difícil coherencia cristiana ha sido la clave de toda su vida. Gracias por tan valiosa lección, señorita Luna.

José Joaquín Gallardo

El próximo martes 25 de noviembre 2025 sus sobrinos , alumnos y amigos nos volveremos a reunir a las 8,30 en la Basílica de Jesús del Gran Poder de Sevilla para asistir a una misa por su alma .